Con la fe siempre surge la tentación de tirar hacia la certeza. Deducimos, como si fuera una consecuencia obvia, que las personas que creen de verdad están automáticamente dotadas de un conocimiento que las sostendrá en sus decisiones y las acompañará a través de todos los acontecimientos de la vida. Este tipo de certeza puede tomar la forma de una burbuja de prácticas devocionales, un conjunto de deberes religiosos o fuertes convicciones moralistas (en lo que respecta a la vida de los demás). Esto parece ser especialmente cierto para la Iglesia y sus instituciones. La tradición, siglos de reflexión, dogmas y leyes le dan al establecimiento religioso la sensación de que posee suficiente experiencia y conocimiento como para abordar cualquier nueva situación como si fueran viejas preguntas formuladas de una manera distinta. El riesgo es que, en lugar de basar su vida en una fe siempre creativa, se puede mover fundada en pretensiones de legalismos o moralismos (Papa Francisco Ángelus, 21 de marzo de 2021).
A lo largo de la Cuaresma, me han llamado la atención tres relatos del Evangelio de Juan que, a simple vista, no parecen estar relacionados. Pero éste es el Juan en el que nada está desconectado: a un nivel más profundo, este Evangelio es siempre un tesoro de experiencia espiritual. Me refiero a Jn 2: El milagro de las bodas de Caná, Jn 12: Jesús predice su muerte, y Jn 20: Jesús se aparece a María Magdalena. Sigamos muy brevemente esta línea de pensamiento. Les invito a contener por un momento su manera de pensar en Jesús predominantemente como Dios, que sabía todo y tomaba decisiones con brío y con certeza. Sospecho que, si dependemos demasiado de esta imagen de Jesús, podría apelar menos a nuestra experiencia humana. Jesús, siendo también plenamente humano, tenía que descubrir las cosas, vencer las resistencias y vivir con lo desconocido.
Las bodas de Caná nos muestran a Jesús, hijo de un carpintero y amigo de unos pescadores, que lleva una vida sencilla y oculta: discreta y marcada por la rutina. El incidente de la boda, con su madre exponiéndole al ojo público, fue una llamada de atención para él: “Mujer, ¿eso qué tiene que ver conmigo? Aún no ha llegado mi hora“. María sacudió su vida y lo lanzó a un terreno desconocido. Contendió con la obediencia y seguro que agonizó con su conciencia para valorar realmente si era capaz de hacer lo que su madre le pedía. El resultado de este conflicto interno le lleva a una nueva fase: una más cercana a “la hora”.
Avancemos tres años, a la última vez que Jesús subió a Jerusalén, cuando un grupo de griegos (posiblemente judíos helenistas o temerosos de Dios) empujan a Jesús una vez más hacia la hora. Viniendo de un ambiente pagano, este grupo de personas subió durante la fiesta de la Pascua para buscar a Jesús en lugar del Templo, poniéndole en confrontación directa con las instituciones religiosas judías de la época. Estos griegos desafían a Jesús una vez a tomar la decisión de dejar su ministerio de rabino marginal para asumir el de salvador sufriente. “Ahora todo mi ser está angustiado, ¿y acaso voy a decir: “Padre, sálvame de esta hora difícil”? ¡Si precisamente para afrontarla he venido!” Jesús vuelve a rechinar los dientes ante el dolor de los caminos inexplorados y grita al Padre esa difícil obediencia que los evangelios sinópticos sitúan en Getsemaní. Confía en que “a menos que un grano de trigo caiga al suelo y muera, queda como una sola semilla. Pero si muere, produce muchas semillas.”
Jesús nos muestra claramente que vivir un auténtico camino de fe es a menudo una invitación a aventurarse a lo desconocido.
Tres días después, temprano en el primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, Jesús se aparece a María Magdalena. La reacción humana era abrazarse: aferrarse con fuerza a las viejas formas que han funcionado. Para María, éste era el Jesús con el que había viajado y al que había perdido hace un par de días; para Jesús, aquí estaba la discípula a la que había sacado de las tinieblas y alimentado en la fe. La advertencia de Jesús “No me agarres, porque todavía no he ascendido al Padre” detiene a María en seco, esta vez es el discípulo el que es arrojado a un terreno desconocido.
Jesús nos muestra claramente que vivir un auténtico camino de fe es a menudo una invitación a aventurarse a lo desconocido. La verdadera obediencia nunca es fácil ni barata, porque siempre nos pide que cambiemos. El sufrimiento vivido como cruz siempre parece venir en mal momento: preferimos ir por el camino fácil, nuestro camino. Mientras la Pascua de Cristo nos muestra un panorama más general, aún están por descubrir las Pascuas diarias de nuestras vidas. Como comunidad de Pascua, sería bueno que se nos sacudiera de nuestros árboles y caer como semillas en la tierra en vez de permanecer altos, por encima del suelo, pensando que lo tenemos todo mientras nos pudrimos por dentro. Aferrarse a ramas viejas, lucir frutos del pasado que se han secado y quedado sin vida, o más concretamente permanecer a salvo en nuestros rituales fijos y nuestros moralismos, todo se convierte en pesos muertos en la Iglesia y en el mundo.
Como la madre de Jesús y los griegos, la pandemia está sacudiendo nuestros árboles para que comencemos a soltar nuestras viejas seguridades y prácticas y caigamos en terrenos desconocidos. No pasa nada si no tenemos las respuestas para lo que viene después, de qué manera comenzaremos a crecer de nuevo. ¡Sospecho que el mundo preferiría escuchar a una Iglesia vulnerable y generosa en vez de a una Iglesia autorreferencial y segura! ¿Podemos obedecer al Cristo resucitado que nos dice que no nos aferremos a las viejas formas de predicar el Evangelio? ¿Podemos empezar por no excluir a aquellos para quienes no tenemos respuesta, y no alejarnos de los que son diferentes? Si es así, como María Magdalena, tendremos un mensaje para llevar a nuestros hermanos y hermanas. Como ella, podemos proclamar “¡He visto al Señor!”, aunque sólo lo hayamos entendido parcialmente.
Muchas veces, me veo a nosotros mismos, misioneros religiosos y laicos, sin saber por dónde empezar. La evangelización es un concepto tan general, tan a menudo un tema controvertido, que hemos dejado de hablar de ella. Sospecho que muchas veces partimos del lugar equivocado: viéndola como una fruta en el árbol en vez de una semilla en el suelo. Tal vez si partimos de nuestras vulnerabilidades, heridas y caídas, no será tan complicado; quién sabe, el terreno hasta podría ser fértil. Puede que sea inexplorado, sí, pero seguro que habrá un jardinero que nos llamará por nuestro nombre, nos liberará de nuestras viejas limitaciones y nos enviará de una manera nueva como testigos vivos de Su vida.
Necesitamos este tipo de Pascua, ya que “la creación espera ansiosamente la revelación de los hijos de Dios” (Ro 8, 19).
¡Caed en paz!
Padre Mark Grima mssp
Superior General