¡No hablamos frecuentemente de la conversión como algo en lo que caemos! Sin embargo, este título me seguía viniendo a la cabeza y, al pie de la letra no es difícil entender el porqué, puesto que estamos celebrando la conversión de San Pablo. Sí, Pablo tuvo una caída de camino a Damasco, y este episodio se convirtió en un acontecimiento que le cambió la vida. Cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que lo mismo ocurre con el amor, cuando nos enamoramos. Cuando alguien entra inesperadamente en nuestra vida, cuando un alma gemela o una comunidad llenan un vacío, de repente nuestra vida se reorienta, encontrando un significado distinto y un nuevo sentido. No importa cuánto tratemos de simular el amor, no lo alcanzamos por pura determinación y voluntad, sino que, al ser más grande que nosotros, nos atrae como la gravedad, nos cambia el camino y nos hace caer en una nueva órbita.
Igual que el amor, la conversión tiene un pasado donde los acontecimientos, tanto externos como personales, simplemente parecen converger y de repente nace algo nuevo. Tiene un presente en el cual caemos, acarreamos las consecuencias y quedamos marcados por ellas. ¡Sospecho que “el después” es un poco más complicado! A diferencia de cualquier posesión material, la fe está situada entre dos polos: el terrenal y el divino. Simplemente no se puede poseer, sino experimentarse. El “después” de la conversión consiste en hacer las mismas cosas, vivir en la misma familia y comunidad, hacer el mismo trabajo pero desde una perspectiva diferente.
¿Cuál es esta perspectiva? Si dejamos que Pablo nos guíe, tendremos un modelo real para nuestra conversión espiritual. La perspectiva es “la caída”. El orgulloso, moralista y poderoso Saulo el fariseo, se dirigía resueltamente hacia un blanco fácil: un grupo de judíos fugitivos que intentaban contender con una revelación nueva en la figura de Jesús. A Saulo le iba bien, estaba seguro de su fe y su motivación. De repente se chocó contra un muro. Aturdido, cegado, humillado tuvo su primera caída. Las secuelas de esta caída fueron un recorrido bastante duro hasta el final de su vida. Sospecho que nada habría cambiado a Saulo en Pablo si no hubiera sido un golpe realmente duro. Sospecho que nada nos convertirá a nosotros si no es una buena caída.
Todos conocemos caídas. Una decepción o traición repentina e inesperada en la vida; darme cuenta de que una relación o una comunidad que me sostuvo durante un largo período de tiempo es limitada y con pocas posibilidades de cambio; el hacerme consciente de que he envejecido, que me he quedado sin posibilidades de elegir en la vida y estoy aún más dependiente de los demás. La lista es tan interminable y creativa como fueron los muchos momentos de conversión que Pablo tuvo. Con cada caída, Pablo se despojaba de su antiguo yo y se quedaba más desnudo, más vulnerable y maleable. Después del acontecimiento de Damasco, Pablo tuvo que huir para salvar su vida, experimentando lo que significaba no pertenecer a la religión dominante con todas sus protecciones, privilegios y ventajas. Tuvo que ser enviado de regreso a Tarso desde Jerusalén, dándose cuenta de que su entusiasmo recién adquirido le estaba trayendo más daños que beneficios. Años de soledad de vuelta en casa y dudas sobre si el acontecimiento original de conversión fue en realidad divino o fruto de su imaginación, fueron otras conversiones lentas. Incluso después de reintegrarse a la comunidad cristiana, había siempre un montón de peleas, malentendidos, desertores de la misión y una larga lista de peligros y reveses en sus viajes misioneros (2 Corintios 11: 25-27).
La conversión es una acumulación de caídas que nos guían y sacan de unos compromisos mediocres hacia una entrega total – ojalá efectuada con calma interna y libertad.
Pablo tuvo que caer, recaer y volver a caer. Así fue como Dios lo moldeó en el camino, hasta el final. Mientras tanto, hizo lo que mejor sabía hacer: viajó, predicó, formó comunidades y se enfrentó a las autoridades religiosas. Cada año que pasaba, lo hacía todo más y más en la imagen de Cristo. La fe no consiste en adquirir certeza: la certeza es, en realidad, la antítesis de la fe. La fe se hace cada vez más desnuda, despojada de todo lo que nos da una falsa seguridad, dándonos cuenta de que no lo tenemos todo. ¡Qué sutil es la tentación de conducir nuestras vidas con una fe de segunda mano y nunca caer en nuestra propia fe! Como el amor, esta conversión (hacia Cristo) no se puede fabricar. Dios, en su providencia, la proporcionará, probablemente más en la forma de una caída que de una visión beatífica o de convicciones prescritas por las creencias de otros. Necesitamos no volver corriendo a Jerusalén, a nuestras falsas seguridades. Más bien, una vez que empecemos a deshacernos de algo de la piel vieja y dura (¿recuerdan la costra que cae de los ojos ciegos de Pablo?), debemos prepararnos para más: más kenosis (vaciamiento), más caídas, más cosas dejadas atrás. San Juan de la Cruz se refiere a esto como la “noche oscura”, y un místico del siglo XIV lo llamó “La nube del desconocimiento”. Esto no es pesimismo ni una espiritualidad oscura. Hemos dicho al principio que la fe trata de alcanzar lo divino desde una posición terrenal; por lo tanto, debemos esperar contradicciones, perspectivas cambiadas y la rendición inevitable a lo que es más grande que nosotros. La caída final de Cristo (kenosis) fue en la cruz donde el silencio de Dios era ensordecedor y donde su vida tuvo que pasar por la muerte.
La conversión es una acumulación de caídas que nos guían y sacan de unos compromisos mediocres hacia una entrega total – ojalá efectuada con calma interna y libertad. Es el desarmarnos de la piedra infantil que nos tiramos unos a otros para aceptar con humildad que mis hermanos y hermanas también están cayendo en la conversión. Es una fe vivida en la libertad del no poseer, en vez de una huida hacia unas liturgias y una religión arcaicas que esperan darnos una restaurada plataforma de poder e influencia.
Como misioneros paulistas, tenemos la mejor de las guías en Pablo. Pero también nos enriquece nuestro padre espiritual José DePiro, quien tuvo una buena dosis de caer en la conversión. Durante este año de pandemia, que está poniendo a prueba nuestra determinación, creo que es un momento privilegiado, donde vamos a nuestro Ananías y le dejamos que nos abra los ojos para ver todo lo que nosotros como Iglesia, como misioneros paulistas y a nivel personal, hemos estado haciendo en nombre de la fe pero que en realidad era algo más, y ciertamente no una caída. El inesperado tiempo libre que a lo mejor se ha creado en nuestras vidas, los silencios de las liturgias restringidas y la relajación de nuestro ajetreo “trabajando mucho para Dios” es el momento de desierto para hacer un balance de lo que es de valor real y de verdadera salvación.
Deseándoles una feliz fiesta y una oportunidad, como misioneros paulistas, de deshacernos de otra capa de resistencia al don de la conversión que Dios nos da.
¡Caed en paz!
Padre Mark Grima mssp
Superior General